“Soy gay”, dijo, y no esperó que los rostros de las
personas se tornaran rosas como el humor de los antros, cargado de drogas.
“Soy gay”, dijo, y sabía que los arcoíris no iban a
comenzar a servirle de tapetes, porque lo único de colores que tenía era su
bandera en las marchas y el rostro rojo de furia de su padre.
“Soy gay”, dijo, y salió a la calle a mostrarle al mundo
que no estaba asustado, con las rodillas temblando y las lágrimas en los ojos.
“Soy gay”, dijo, y aguantó que lo golpearan en un
callejón porque nadie llegó a defenderlo.
“Soy gay”, dijo, y el otro hombre lo miró con una ceja
alzada antes de lanzarse sobre él en busca de un poco de sexo rápido. Y no pudo
decir que no, porque era gay y, ¿eso hacen los gays? Nadie dijo que no.
“Soy gay”, dijo, y quiso tragarse sus palabras porque
estaba cansado de limpiarse los escupitajos de sus compañeros de trabajo.
“Soy gay”, dijo, y no tenía SIDA pero el médico no lo
quiso atender.
“Soy gay”, yo no elegí serlo pero aquí estoy, ¿cuánto más
cuesta defender lo que uno es?
“Soy gay”, y quisiera poder cuidar de un niño que se
encuentra solo, pero nadie se lo permitió.
“Soy gay”. Tenía sólo seis años y ni siquiera sabía lo
que significaba, sólo que debía encajar ahí. Que debía encajar ahí porque alguien
le dijo que lo que a él le gustaba y como él se sentía se llamaba “homosexualidad”.
Su mamá le pegó en la boca para que no dijera estupideces, pero las estupideces
no pudo dejar de sentirlas. Era gay.
Soy pansexual.
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